Cada mañana me levanto y veo la mirada de un hombre, cuyo cuerpo se estremece a diario, y es que cuando se mira en el espejo sólo encuentra su mirada, perdida, con desvelo. Siempre busca con emoción la mirada de alguien más, de una mujer, de su mujer; por eso su cuerpo lo castiga a diario, por la necesidad; todo su ser tiene una necesidad de percibir, y lo anterior es para aliviar carencias propias, porque desea la fricción de las pieles para el calor que le falta, el encuentro de las miradas para los nervios fríos que tiene, de un encuentro de labios para el entusiasmo muerto… y del sinnúmero de contactos carnales que se dan entre dos almas que se aman, para no abandonar el uso natural y complementario de dos individuos: de un hombre y una mujer.
Pero el complemento del hombre estaba lejos, pero no de su mente. Sus desvelos eran por imaginarla, y la indiferencia de su mirada es por no poder verla -pues tiene la necesidad de verla-, de quererla, de tocarla, de amarla.
Y sufre al saber lo impotente que es, al entender y comprender que nada puede hacer para alcanzarla. Sé bien por lo que pasa este hombre, pues cada mañana lo veo pararse de la cama, abrir los ojos y mostrarse ante el espejo, para ver su reflejo desfigurado y ojeroso en el artefacto reflector, que le recuerda lo solo que esta. Este hombre no deja de pensar acerca de su absurda vida, de como fue a caer en dicha situación, sufre en lo hondo de su corazón, y sé bien lo que sufre, porque ese hombre soy yo.
lunes, enero 10, 2000
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